domingo, 14 de diciembre de 2008

hitorias de la Flying-bed II

Eran las 3 y pico de la mañana, al compás del chacachá, el chacachá del tren...
Y yo no podía dejar de sentirme feliz por viajar a su lado.
Todo era tan irreal, tan poco tangible, que pensé que no podía ser verdad, y menos cuando fui consciente del destino de nuestro viaje.

Amaneció muy temprano, y con esa luz difusa, amarillenta, vieja, como los rayos de sol que aún quedan en los recuerdos de nuestra infancia, llegamos por fin a Gotteborg.
No sabría decir cómo llegué hasta la casa.
Seguía sin poder creérmelo del todo, porque era como siempre me lo había imaginado.
De repente estaba dentro.
Subí las escaleras de madera, que no crujían bajo mis pies.
Conocía la casa a la perfección, y sabía exactamente dónde estaba su cuarto.
También cómo se llamaba ella, y que él tenía la certeza de que nunca me tendría.

Y la luz rara de las largas noches de verano sueco se quedó allí, y yo desperté en Roma, a la mañana siguiente, extraña, cansada, mediterránea... y loca por poder preguntarle si todo había sido real o producto de la indigestión.

2 comentarios:

Duncan de Gross dijo...

Mmmm, que personal es esto eh??, jajajaja

Irene dijo...

Mmmm... un poquico ná más!! jajajaja